Así son los liberales.

Rafael Caldera, Rómulo Betancourt y Jóvito Villalba, 1958.

El Estado liberal no cree en nada, ni siquiera en su destino propio, ni siquiera en sí mismo. El Estado liberal permite que todo se ponga en duda, incluso la conveniencia de que él mismo exista. 

[José Antonio Primo de Rivera, 1933.]

Me distancio profundamente de las ideas geopolíticas del Profesor Aleksandr Dugin, las he sufrido en carne propia. Pero en algo coincidimos: el liberalismo es la causa mayor de todos nuestros padecimientos hoy, en el siglo XXI. El propósito de las siguientes cuartillas es proyectar un entendimiento crítico del ideal liberal. Sin embargo, la técnica procederá punzante, incisiva, recalcando en cada postulado lo erróneo de esta filosofía. Vale la pena advertir, a priori, que lo siguiente se limita a expresarse con respecto al pensamiento liberal ocurrido entre los siglos diecisiete y diecinueve. 

El liberalismo comienza a manifestarse en Inglaterra a partir de la Revolución Gloriosa a finales del siglo diecisiete, unos años más adelante, este se vuelve Zeitgeist y procede a revolucionar Occidente. Primero en América y después en Francia. 

El pensamiento liberal se explica a sí mismo como pulcro, racional, lógico, consecuente, libre de cualquier religión o misticismo. Desde esta definición, ya nos topamos con un grandísimo problema. El anterior postulado es, en esencia, reduccionista. Los liberales niegan no solo dos tercios de lo que compone la naturaleza humana sino que apartan de sí mismos lo que resulta más importante: el espíritu. Me atrevo a afirmar que cualquier sistema de pensamiento político que no tome en cuenta la totalidad del hombre, como hombre completo, es errado. Tomemos el camino de la mano izquierda, como recomendaría Evola y ejemplifiquemos este rechazo usando la misma racionalidad científica de los liberales. Paul MacLean afirma que el cerebro está dividido en tres: el complejo reptiliano, que controla los impulsos de supervivencia; el sistema límbico, que regula las emociones y el neocortex, que permite el pensamiento avanzado. Asumiendo correctos estos postulados, entendemos rápido el pensamiento de los liberales sobre el hombre: ellos creen que es únicamente el neocortex el que guía las decisiones humanas y que, tanto lo irracional, como lo biológico, no existen.

No vamos a ennegrecer completamente el panorama. Locke, padre de este engendro, tuvo una idea positiva: aquella de los derechos naturales. Esto es algo perfectamente válido y puede contribuir al desarrollo correcto de una sociedad orgánica. La preocupación nace con el uso dado por los pensadores liberales a estas tesis. Poco a poco, Thomas Paine empieza a considerar, como Locke, que el rol del gobierno no es más que garantizarle estos derechos a las personas. Algo así como un minarquismo vigilante, basado además en la premisa de que estas mismas personas pueden tomar sus propias decisiones. Esto último me genera algunas dudas:

—¿Pueden las personas realmente tomar sus propias decisiones? Bueno, digamos que sí. 
—¿Qué clase de decisiones toman cuando no influye, por ejemplo, la Iglesia? Decisiones vacías. 
—¿Cuáles han sido los resultados de que las personas tomen sus propias decisiones sin ningún acompañamiento, digamos que, superior? Simple y llanamente, el desastre.

Aunque este pensador se contradice posteriormente, afirmando la necesidad de que se garantice a las personas, desde lo público, el derecho a verse aliviado de la pobreza. Esto no está mal, nada mal, es algo necesario y viable. Y así como entiendo la importancia de esta asistencia, también entiendo las razones de Paine para afirmarlas. A Locke le faltó un componente electorero para poder triunfar entre el populacho. Paine lo está agregando. Mucho más adelante, cuando los liberales empiezan a introducirse en la idea de Estado de Bienestar, rompen con sus primeros esquemas de salvajismo comercial para entender realidades sociales. Pero la manera en que lo hacen es sencillamente repulsiva: reducen al hombre a ganado que hay que alimentar para que siga trabajando.

El pensamiento liberal, llamémoslo primigenio, entiende la necesidad de mantener jerarquías sociales, primero, para respetar la libertad del hombre a ser diferente y segundo, para garantizar la toma asertiva de decisiones políticas. Aquí nos unimos, liberales, conservadores modernos y conservadores anticuados, como yo, en contra del igualitarismo. Pero las formas son muy diferentes. Para los dos primeros, aquellos que gobiernan deben ser los propietarios o grandes industriales —el término cambia con el tiempo, pero significa lo mismo—, para los terceros, deben gobernar los extravagantes aristócratas, como dice el mismo Robert Eccleshall.  Coincidimos en que alguien debe estar al tope de la pirámide debido a su valía en la sociedad. La diferencia recae, y es profundísima, en que los primeros creen que la valía se demuestra mediante la acumulación de bienes y los segundos creemos en que la valía se demuestra con hazañas, erudición y trascendentalidad. Los liberales y los conservadores modernos —que en realidad no sé lo que conservan—, pretenden que aquellos que gobiernen deben ser los que han perseguido, como única razón de vida y de manera rapaz, al dinero. ¡Vaya vulgaridad! Herbert Spencer, otro pensador liberal, decía que los ricos son ricos por su superior capacidad de adaptabilidad. ¿Adaptabilidad a qué? ¿Al vulgo? ¿Cuántos nobles, de linajes antiquísimos, no se empobrecieron al decidir no aceptar los dictados de la Revolución Industrial por defender el arte y la espiritualidad? ¿Acaso ellos son inferiores, por defender las cosas trascendentales por encima del dinero?

Pero aquí estamos, viviendo las consecuencias de que nos gobierne gente vulgar. 

Y si esto fuera poco, los liberales procedieron a adoptar, en tiempos más cercanos a los nuestros, la defensa de la democracia. Algunos se negaron, al principio, argumentando que no querían ser gobernados por pordioseros y criados, cuando ellos mismos son, de facto pordioseros espirituales, solo que con recursos para aparentar que no. La democracia liberal nace entonces con la excusa de otorgar libertad a las personas para escoger a sus gobernantes. Y así sigue, hasta el sol de hoy, pero nada ha cambiado. José Antonio Primo de Rivera alguna vez dijo que en el liberalismo solo hay libertad para aquellos de acuerdo de la mayoría. Es decir, que, al final, simplemente cambiamos de absolutismo: del monárquico, al democrático de la muchedumbre.

Los pensadores liberales que publicaban en el Nonconformist, alcanzaron a pensar que darle el voto a las personas acabaría con la lucha de clases. Vaya error. Nietzsche dice en El Ocaso de los Ídolos que la razón del sufrimiento de los obreros es que les dieron derechos de amo, aún siendo esclavos. En el liberalismo no hay escapatoria, en una de sus vertientes nos gobiernan los grandes industriales, reyes de la superficialidad y en la otra nos gobierna la muchedumbre ineducada cuyos procesos democráticos raramente escapan del control financiero de estos mismos industriales. 

Adam Smith pensó que la empresa privada distribuiría la riqueza entre los realmente talentosos. Pero en la praxis, los talentosos se mueren de hambre. Estos economistas clásicos, héroes para los pesudoconservadores de hoy, afirmaban que, mediante el desarrollo de la empresa privada, se alcanzaría, entre los pobres, una conducta social deseada, de sobriedad, de prudencia, de moderación. ¡Conducta social de esclavos! ¿Acaso Occidente fue grande por su prudencia? ¡Qué aburrimiento! Yo prefiero la pasión y los arrebatos de los nobles del Antiguo Régimen a los discursos financieros de los parlamentarios liberales. Otros pensaron el mercado eliminaría las trabas sobre la conducta individual y esto generaría el progreso moral de la sociedad. ¡Y qué progreso moral, si la gente no tiene dinero ni para cubrir su educación básica! 

Al final está John Stuart Mill, el pensador liberal por excelencia que, casualmente y a diferencia de sus colegas, tiene algunos elementos en común con nuestro propio pensamiento, la diferencia recae en la clase de resultados que se buscan. Creemos, e.g., en la necesidad de programas educativos dirigidos desde el Estado. Claro, él para crear obreros culturizados, es decir, para poner la Alta Cultura a disposición de todos. Nosotros para formar hombres libres y patriotas pero sin democratizar el conocimiento —Pulchrum est paucorum hominum—. También coincidimos en la importancia de las corporaciones, nosotros para luchar contra la usura y él para auparla. 

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