Juan C. Vargas: El Espíritu de Occidente en la América Española (Parte I).

«Desembarco de Colón», Dióscoro Puebla, 1862.
Por Juan Camilo Vargas Hernández,
articulista invitado desde Colombia.

La proclamación de las independencias en las que hoy se conciben como repúblicas americanas, marcó un antes y después en la concepción política de unos territorios cuya historia de civilización homogénea es difícil de entrever incluso en la actualidad. Desde la primera década del siglo XIX hasta el presente, esta colección de repúblicas se ha empeñado en atomizar territorios que históricamente comparten un mismo origen en términos de civilización. La geografía que abarca los desiertos del norte de México hasta la Tierra del Fuego en el cono sur no es enteramente igual, pero gran parte de ella se asemeja en lo esencial, los acentos y dialectos comprenden una variedad de vertientes de la lengua castellana, el comportamiento cultural y la visión del mundo son por lo general coincidentes entre un costarricense o un ecuatoriano, a modo de ejemplo; y el origen de esta unificación cultural puede trazarse a la conquista española. 

No pretendo aquí hacer apología a la conquista española como una especie de despertar para los indígenas borrachines, paganos y bárbaros que habitaban estas tierras, sino explicar cómo la llegada de aquellos andaluces y extremeños, en su mayor parte, trajo algo más que nuevos cultivos y caballos; trajo la civilización cristiana de occidente que durante siglos había ido forjando una visión de mundo, un conjunto de valores y principios, una tradición de cultivo espiritual y de distinción objetiva entre el bien y el mal. España, aunque injustamente se le achaquen epítetos despectivos y se le tilde de invasora y déspota, buscó desde un principio llevar a cabo la utopía de poblar tierras con cristianos buenos que procurasen obrar con Dios en todo momento.

Resulta necesario el comprender lo que llamamos occidente, aún más en la actualidad cuando parece que se ha puesto de moda el «rescatarlo» de la decadencia que enfrenta. A mi parecer, occidente no es una geografía, un territorio o una simple cultura terrenal europea, tampoco es una ideología o un conjunto de tradiciones necesariamente homogéneas, porque occidente no es un plan de desarrollo que busque implantar lo mismo en todos los lugares; occidente no es materialista, no es material ni es tangible. Occidente resulta ser algo espiritual, no meramente en el sentido religioso, sino en la concepción de mundo que se basa en el nutrir al espíritu y procurar su bienestar, muchas veces sometiendo los deseos e impulsos del cuerpo a la fuerte voluntad interior de ese spiritus. Y aquí es necesario hacer énfasis en tres pilares que considero fundamentales para la consolidación del mundo occidental: la filosofía de los griegos, la extensión del Imperio Romano y sus costumbres, y el establecimiento del cristianismo como religión oficial del Imperio. Estas tres bases fueron necesarias para una visión de la existencia que prevalece hasta nuestros días, amenazada y venida a menos, pero presente y tomando fuerza. 

La lectura de los griegos trae ese componente espiritual que es necesario para vivir una vida buena, una vida feliz. La idea de someter el cuerpo a los mandatos del espíritu está presente en las obras de Platón y Aristóteles, y en el pensamiento de Sócrates al responderle a los sofistas. Sin Roma, los planteamientos anteriores no hubieran logrado hacer eco a través de la bota itálica, Hispania, Cartago, las Galias, Lusitania e incluso Egipto, aunque allí no calaran como en otros territorios. La conversión de Roma marcó el fin de ese tridente de hechos que fueron elementales para el establecimiento de una Europa cristiana tras la caída del Imperio. La conversión de Recaredo y el cimiento de estas bases occidentales en lo que muchos siglos después sería España influyó, más de lo que pensamos, en la América Española. 

Al llegar a estas costas, dicen los cronistas que Colón y sus marineros entonaron el «Te Deum» en acción de gracias por encontrar tierra tras una larga temporada en la mar. Sin saberlo, las primeras semillas del cristianismo empezaban a sembrarse en las islas de Centroamérica para luego extenderse hacia el norte y hacia el sur del continente. Con el pasar de los siglos, no sólo se llevó a cabo una misión evangelizadora formidable que encontró a modo de respuesta apariciones marianas como la de Nuestra Señora de Guadalupe en 1531 o la de Nuestra Señora del Socorro en 1683. El arduo trabajo de misioneros que escribieron gramáticas y estudios de filología para llevar la verdadera fe a las almas de los indígenas, los matrimonios entre peninsulares y nativos, el respeto de costumbres y tradiciones que eran permisibles bajo los principios cristianos, dieron cuenta de los fundamentos católicos que extendían occidente a las agrestes tierras americanas. 

En efecto, la labor llevada a cabo por Cortés, continuada por Pizarro, seguida por Jiménez de Quesada, Federmann y tantos otros, no fue otra sino la de traer a nuestras tierras algo que hasta el día de hoy es muy similar a las culturas de Andalucía, Extremadura, Canarias y Castilla. Claro que existen particularidades Navarras o Vascas, pero, en mayor medida, el que vaya a una pequeña villa o pueblo de esos equívocamente llamados «de la colonia», encontrará una enorme similitud con las pequeñas aldeas del sur de España. No sólo permanecen hoy esas iglesias y casas que fueron testigos de siglos de influencia hispánica y cultura occidental, sino que se eterniza en aquellos pequeños poblados el legado de una concepción de vida en la que prima la eternidad sobre lo terreno. 

(Continúara)

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